AÑO 1818
Recientemente, un importante periódico de Londres escribía con
tono sarcástico que los sabios rusos, y con mayor razón las masas rusas, sólo
poseían nociones harto confusas sobre la India en general y sus nacionales en
particular.
Cada ruso, llegado el caso, podría responder a esta llueva
“insinuación”
británica, interrogando al primer anglo–hindú que encuentre, en la
siguiente forma:
–Perdone esta indiscreción: ¿quién le enseñó y qué sabe usted con
precisión de la mayor parte de las razas de la India que le pertenece? Como
ejemplo, ¿qué han resuelto sus mejores etnólogos, sus más ilustres
antropólogos, sus filólogos y estadísticos, luego de un debate de cincuenta
años acerca de la tribu misteriosa de los toddes, en el Nilguiri, que parece haber
caído de los cielos? ¿Qué sabe su “Real Sociedad” (por más que sus miembros se
ocupen de esta cuestión, con riesgo de perder el alma, ya hace casi medio
siglo), para resolver el problema de las tribus misteriosas de las “Montañas Azules”, de los enanos que siembran el terror, que difunden el
espanto y a quienes llaman los “mulu–kurumbes”; de los jaunadis, de los
kchottes, de los erullares, de los baddaques, sea cinco tribus del Nilguiri,
más otras diez menos misteriosas, pero asimismo poco conocidas, pequeñas y
grandes, que moran en otras montañas?
En respuesta a todas estas preguntas si, contra todo, lo que el
mundo esperaba, el inglés se hallase presa de un acceso de franqueza (fenómeno
bastante raro entre los ingleses), los sabios y los viajeros rusos calumniados
podrían oír la siguiente confesión, harto inesperada:
–¡Ay! Ignoramos todo de esas tribus. Sólo conocemos su existencia
porque las
encontramos, luchamos con ellas y las aplastamos, y a menudo
ahorcamos a sus miembros. Mas, por otra parte, no tenemos la menor idea sobre
el origen, ni tampoco sobre la lengua de esos salvajes, aun menos de los nilguirianos. Nuestros
sabios anglo–hindúes y los de la metrópoli casi pierden el juicio a causa de
los toddes. En verdad, esa tribu representa un enigma para los etnólogos de
nuestro siglo y, al parecer, un enigma indescifrable. Además, el pasado de esos
seres tan escasos por su número, está cubierto por el velo impenetrable (de un
misterio milenario, no sólo para nosotros los europeos, sino también para los mismos hindúes. Todo, en ellos, es extraordinario,
original, incomprensible, inexplicable. Así como los vimos el primer día en que
caímos sobre ellos, inopinada, imprevisiblemente, así permanecen, así son:
enigma de esfinge…
Así hubiera hablado al ruso cualquier anglo–hindú honesto. Y de
este modo me
respondió un general inglés –que volveremos a encontrar luego–
cuando lo interrogué sobre los toddes y los kurumbes.
–¡Los toddes! ¡Los kurumbes! –exclamó, presa de súbito furor–.
Hubo un tiempo en que los toddes casi me enloquecieron y los mulu–kurumbes más
de una vez me dieron fiebre y delirio. ¿Cómo y por qué? Lo sabrá usted luego.
Escuche. Si alguno de nuestros imbéciles (dunces) funcionarios
del gobierno le declara que conoce perfectamente o me respondió un general
inglés –que ha estudiado las costumbres de los toddes, dígale por mi parte
que se jacta y miente. Nadie Conoce esas tribus. Su origen, su religión, sus
costumbres y tradiciones, todo ello sigue siendo terra incognita, tanto para el hombre de ciencia como para el profano. En
lo que respecta a su asombroso “poder psíquico” como lo llama Carpentier2, su así denominada hechicería, sus diabólicos sortilegios, ¿quién
puede explicarnos esa fuerza? Se trata de su influencia sobre los hombres y los
animales que nadie comprende ni interpreta en absoluto: esta acción es benéfica en los toddes,
maléfica en los kurumbes. ¿Quién puede adivinar, definir ese poder que emplean
según sus deseos?
Entre nosotros, se burlan de ese poder desde luego y se mofan de
las pretensiones de esas tribus. No creemos en la magia y calificamos de
prácticas supersticiosas y de tonterías todo cuanto depende de la fe real de
los indígenas. Y nos es imposible creer en ello. En nombre de nuestra
superioridad de raza y de nuestra civilización, negadora universal, nos vemos
constreñidos a apartarnos de esas estupideces. Y sin embargo nuestra ley reconoce de hecho esa fuerza, cuando no en principio, al menos en sus manifestaciones,
puesto que castiga a quienes son culpables: y ello bajo diversos pretextos
velados y aprovechando numerosas lagunas en nuestra legislación. Esa ley reconoció
a los hechiceros, permitiendo ahorcar con sus víctimas a cierto número de ellos. Los castigamos así, no sólo por sus sangrientos crímenes,
sino también por sus homicidios misteriosos en los cuales no se derrama sangre
y que nunca pudieron ser legalmente probados en esos dramas tan frecuentes,
aquí, entre los brujos del Nilguiri y los aborígenes de los valles.
Al rechazar las explicaciones de los
hechos, provistas por los indígenas, no hacemos otra cosa que perdernos en
hipótesis elaboradas por nuestra razón. Negar la realidad de los fenómenos
llamados encantamientos y sortilegios y, además, condenar los hechiceros a la horca, nos hace
aparecer, con nuestras contradicciones, como groseros verdugos de seres humanos: Pues, no sólo los crímenes de esos hombres no
fueron aún probados, sino que llegamos hasta negar la posibilidad misma de esos
homicidios. Los castigamos así, no sólo por sus sangrientos crímenes, sino
también por sus homicidios misteriosos en los cuales no se derrama sangre y que
nunca pudieron ser legalmente probados en esos dramas tan frecuentes, aquí,
entre los brujos del Nilguiri y los aborígenes de los valles.
Sí, tiene usted razón: comprendo que se pueda reír de nosotros y
de nuestros
esfuerzos vanos, prosiguió, pues, a despecho de todo nuestro
trabajo, no hemos adelantado un centímetro hacia la solución del problema desde
el descubrimiento de esos magos y espantosos brujos de las cavernas del
Nilguiri (Montañas Azules). Y es esta fuerza verdaderamente taumatúrgica en
ellos lo que nos irrita más que cualquier otra cosa: no estamos en situación como
para negar sus manifestaciones, pues necesitaríamos, para ello, luchar cada día
contra pruebas irrefutables… de los toddes. Nos burlamos de ellos y, empero,
respetamos profundamente esa misteriosa tribu… ¿Quiénes son, qué representan?
¿Hombres o genios de esas montañas, dioses bajo los sórdidos andrajos de la
humanidad? Todas las conjeturas que les conciernen rebotan como una pelota de
goma que cae sobre una peña granítica…
Pues bien, sépalo, ni los anglo–hindúes, ni los indígenas no le
enseñarán nada de cierto acerca de los toddes, ni sobre los kurumbes. Y ellos
no se lo dirán, pues no saben nada: y nunca sabrán nada…
De esta suerte, me habló un plantador nilguiriano, mayor–general
en retiro y juez en las “Montañas Azules, al contestar todas mis preguntas
sobre los toddes y los kurumbes, que desde hace mucho tiempo me interesaban.
Nos hallábamos cerca de las rocas del “Lago” y, cuando se calló, oímos por
largo rato el eco de la montaña que, despertado por su fuerte voz, repetía
irónico y debilitándose: “¡nunca sabrán nada …!
¡nunca sabrán nada…!”
¡Y sin embargo interesaba mucho saberlo! Semejante descubrimiento
en lo
concerniente a los toddes hubiera sido, sin duda, más instructivo
que toda la novedosa revelación acerca de las diez tribus de Israel, que la
“Sociedad de Identificacion acaba de reconocer, por casualidad e
inopinadamente, entre los ingleses.
Y ahora escribamos lo que hemos averiguado. Pero, antes, aun nos
queda por decir algunas palabras.
Habiendo elegido, en sus recuerdos, los toddes y los mulu–kurumbes
como principales héroes, sentimos que abordamos un problema peligroso para
nosotros, penetrar en un terreno indeseable para los sabios y los no sabios
europeos, una tierra que les disgusta.
Por cierto, ese problema, estudiado en los periódicos, no es de
los que gustan a las masas. Y sabemos que la prensa rechaza obstinadamente todo
cuanto que, de cerca o de lejos, recuerda a sus lectores los “espíritus”, el
espiritismo. Sin embargo, cuando nos referimos a las Montañas Azules y a sus
misteriosas tribus, nos es absolutamente imposible callar lo que constituye su
carácter distintivo fundamental, esencial.
Cuando se describe una región muy particular de nuestro globo, y
sobre todo los seres que moran en ella, misteriosos y muy distintos de sus semejantes,
es imposible desechar del relato los elementos mismos con los cuales se edificó
su vida ética y religiosa. Y en verdad, es tan inadmisible actuar de esta guisa
respecto de los toddes y de los kurumbes como representar Hamlet suprimiendo en
ese drama el papel del príncipe danés. Los toddes y los kurumbes nacen, crecen,
viven y mueren en una atmósfera de hechicería. Si damos fe a las palabras de
los aborígenes y hasta a la de los viejos habitantes europeos de esas montañas,
esos salvajes están en constantes relaciones con el mundo invisible. A ello se
debe que en esta floración de anomalías
geográficas, etnológicas, climáticas y otras de la naturaleza,
nuestro relato al
desenvolverse, se llene de historias en las cuales se mezcla lo
demoníaco –tal como el grano bueno y la cizaña– o de irregularidades en la
naturaleza humana, del dominio de la
física trascendental, en
verdad, la culpa no es nuestra. Conociendo hasta qué punto esta
parte del conocimiento desagrada a los naturalistas, nos encantaría por cierto burlarnos,
como ellos, de las lejanas regiones y “más próximas” a esa aborrecida comarca;
pero nuestra conciencia no nos lo permite. Es imposible describir a las nuevas tribus,
las razas son mal conocidas sin ocuparse, para no disgustar a los escépticos,
de las manifestaciones más características, más destacadas de su vida
cotidiana.
Los
hechos son patentes. ¿Son acaso la consecuencia de fenómenos anormales, puramente
fisiológicos, según la teoría favorita de los médicos; debemos considerarlos como
los resultados de materializaciones (por cierto igualmente naturales) de
fuerzas de la naturaleza que parecen a la ciencia (en su actual estado de
ignorancia) imposibles, inexistentes y que, en consecuencia, niega?; esto
carece de importancia para la meta que
perseguimos. Presentamos, ya lo hemos dicho, sólo hechos. Tanto peor para la
ciencia si nada aprendió en lo tocante a estas cuestiones y si, al no saber nada, sigue, empero,
juzgando los hechos como “absurdidades bárbaras”, “supersticiones groseras” y cuentos
de viejas. Además, fingir la no creencia y reírse de la fe del prójimo en todo
lo que uno admite como perteneciente a la realidad demostrada, no es propio de
un hombre honrado o de un pintor exacto.
En
qué medida creemos personalmente en la hechicería y en los encantamientos, el lector
lo verá en las siguientes páginas. Existen grupos completos de fenómenos en la naturaleza
que la ciencia es incapaz de explicar razonablemente: pues los señala como derivados
de la acción única de las fuerzas físico–químicas universales. Nuestros sabios creen
en la materia y en la fuerza: pero no desean creer en un principio vital
separado de la materia. Y sin embargo, cuando les pedimos cortésmente que nos
digan qué es esencialmente
esa materia y qué represcrita la fuerza
que la reemplaza actualmente, nuestros propagadores
de luz se quedan boquiabiertos y contestan: “No lo sabemos”.
Entonces,
mientras los sabios pueden hablar, aun hoy, de esa triple esencia de la materia,
de la fuerza y del principio vital en forma tan deplorable como los
anglo–hindúes
de los toddes, rogamos al lector retroceder con nosotros medio siglo. Le pedimos
que escuche la siguiente historia: cómo descubrimos la existencia del Nilguiri (Montañas
Azules), hoy el Eldorado de Madras; cómo encontramos allá gigantes y enanos
desconocidos hasta ese día, y entre quienes el pueblo ruso puede encontrar plena
semejanza con sus brujas y curanderos. Además, el lector se enterará que bajo
los cielos de la India hay tina admirable comarca donde, a unos tres mil metros
de altura, en el mes de enero, los hombres llevan únicamente vestidos de muselina,
y se arropan, en julio, en mantos de piel, aunque esa tierra sólo esté a 11
grados del ecuador. El autor de ese
libro tuvo que seguir los hábitos de los aborígenes, mientras que en la
llanura, unos tres mil metros más abajo, habla una temperatura constante de
118º (Fahrenheit) a la sombra fresca
de los árboles más tupidos de la
comarca.
CAPÍTULO I
Hace exactamente sesenta y cuatro años, sea hacia fines del año de
1818, en el mes de septiembre, se realizó un descubrimiento, muy fortuitamente,
Y de
naturaleza por completo extraordinaria, cerca de la costa de
Malabar y sólo a
350 millas de la ardiente tierra de Dravid llamada Madras. Este
descubrimiento
pareció a tal punto extraño, hasta increíble a todo el mundo, que
nadie al comienzo
creyó en él. Rumores confusos, enteramente fantásticos, relatos
semejantes a leyendas cundieron en seguida entre el pueblo, luego más alto…
Pero cuando se infiltraron en los diarios locales y se convirtieron en realidad
oficial, la fiebre de la espera llegó a ser en todos un verdadero delirio.
En el cerebro de los anglo–madrasianos, de lentos movimientos y
casi atrofiados por la pereza a causa de la canícula, tuvo lugar una
perturbación molecular, para usar la expresión de célebres fisiólogos. Con
exclusión de los mudiliares linfáticos que reúnen en ellos los temperamentos de la
rana y la salamandra, todo se conmovió, se agitó y empezó a disparatar
ruidosamente respecto de un maravilloso edén primaveral descubierto en el
interior de las “Montañas Azules”4, aparentemente por dos hábiles cazadores.
De acuerdo con lo que decían éstos, era el paraíso terrenal: embalsamados
céfiros y frescor durante todo el año; comarca sobreelevada por
encima de las eternas brumas del Kuimbatur5, del que caen imponentes cascadas,
donde la eterna primavera europea dura de enero a diciembre. Las rosas
silvestres, que se levantan del suelo casi dos metros, y los heliotropos
florecen allá, lirios del tamaño de un ánfora6 embalsaman la atmósfera; búfalos
antediluvianos, juzgando por su talla, pasean libremente, y moran en la comarca
los brobdingnags y los liliputienses de Gulliver. Cada valle, cada…CONTINUARÀ
4 El Nilguiri está compuesto de dos palabras sánscritas: Nilam, “azul” y Guiri, “montañas” o “colinas”. Esas
montañas son llamadas así a causa de la resplandeciente luz bajo
la cual aparecen a los habitantes de los
valles de Maisur y de Malabar.
5 Según se supone, esa bruma se debe a los fuertes calores y a las
exhalaciones de los pantanos; se forma
entre 3.000 y 4.000 pies por encima del nivel del mar y se
extiende a lo largo de toda la serranía de los
montes Kuimbatur. Esa bruma es siempre de un color azul
resplandeciente. En tiempo de monzón, se
transforma en nubes que llevan agua.
6 Ésta es la descripción, no exagerada, de la flora más maravillosa,
que quizás exista en el mundo.
Matorrales de rosas de todos los colores trepan por las casas y
cubren el tejado; los heliotropos alcanzan
alturas de veinte pies. Pero las más bellas flores son las
azucenas blancas cuyo perfume arrebata el
corazón. Del tamaño de un ánfora, crecen en las grietas de las
rocas desnudas en matas aisladas, de un
alto de un metro y medio a dos metros, producen al mismo tiempo
unas doce flores. Estas azucenas no se
encuentran en las cimas cuya altura es inferior a 7.000 pies; sólo
se las halla subiendo más alto. Y cuanto
más alto se sube, más magníficas son; en el pico de Toddovet
(próximo a los 9.000 pies), florecen diez
meses en el año.